lunes, 5 de mayo de 2008

El amor que nos cura

El amor que nos cura
Boris Cyrulnik
GEDISA editorial
Semana Santa 2008

El primer amor es una segunda oportunidad, el segundo amor es una tercera oportunidad, y los amores posteriores son una desgracia, porque no dan tiempo suficiente a que surjan otros aprendizajes.

Está, efectivamente, en nuestra mano grabar imágenes en la memoria, componer el argumento, disponer la escena, reflexionar sobre el contenido o hablar de él, a fin de trabajar esa representación y modificarla. Ahí es donde reside la posibilidad de resiliencia.

Nunca hemos arropado tan bien como ahora a nuestros hijos. Nunca hemos comprendido tan bien como ahora su mundo íntimo y, sin embargo, nunca han estado tan deprimidos ni tan ansiosos como ahora. A todo el mundo le parece extraño, exepto si admitimos que comprender no es curar, y que no hay progreso que no exija pagar un precio.

El trabajo asalariado, que constituye un progreso técnico incontestable, proporciona una gran comodidad a los hombres y una gran libertad a las mujeres. Sin embargo, cuando el contexto social mejora, cuando el trabajo se consigue con facilidad, la vivienda resulta accesible y la moral es tolerante, el peso parental se conviere en un obstáculo para la prócura de la expansión del joven.

Esta paradoja no es una contradicción, ya que hemos aprendido que el afecto parental constituye la base de seguridad que da al joven la fuerza suficiente para salir del capullo familiar. En un contexto social acomodado, el conflicto se convierte en una esperanza liberadora. En una sociedad difícil, uno se somete con dicha al grupo familiar y encuentra refugio en ella, ya que nos brinda seguridad y constituye un tutor que nos guía.

Sin embargo en una civilización tolerante, la familia que da al joven fuerzas suficientes para volar se transforma en un factor que obstaculiza su marcha si no aparece una comunidad acogedora que dé el relevo a la familia.

Lo que trasnmitimos a nuestros hijos depende probablemente de un conjunto de fuerzas a un tiempo benéficas y maléficas que ellos aprenden sin que sus interlocurores lo sepan y que interiorizan sin darse cuenta.

La tecnología proporciona a las mujeres más ocio y más poder, y el marido trabaja más tiempo para ganar más dinero a fin de asegurar a la familia más lujos y comodidades. La conmoción tecnológica y la modificación de las costumbres han dispuesto en torno al “gran pequeño” un modelo que le conduce a ignorar que su padre trabaja para él y le hace creer que su madre se pasa el tiempo divirtiéndose.

Cuando la tecnología modifica la cultura, la muerte del pater familias provoca una inversión de la deuda vital. Ya no es el niño quien debe la vida a los padres, es él, por el contrario, quien da sentido a la pareja parental. Ya no es el padre quien designa lo prohibido, es el niño.

Esta pasión por la infancia (UE, USA, …) produce bebés gigantes de narcisismo hipertrofiado. Niños adorados en el seno familiar y aterrorizados en la escuela.

Nuestro sistema escolar estimula esta forma de utilización de la propia inteligencia (no saben más que lo que se cuenta en los discursos públicos), ya que hace progresar a los que saben recitar. Lo que existe en lo real y no existe en cambio en la representación de esa realidad no puede ser visto por aquellos alumnos que, aplicados en exceso, no perciben más que lo que saben.

El bebé gigante, traído al mundo por nuestra cultura técnica y por la idolatría de la infancia, se convierte en un tirano doméstico y en un sumiso social que se plega a la cultura que le rodea.

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